¿Somos una sociedad enferma? Acaso porque los dioses que antes fluían por nuestra mente mitológica hoy son obstruidos por nuestra mente civilizada y científica, la cual promete domar el instinto pero no lo logra del todo.
“Los que eran dioses se han convertido en enfermedades”, Carl Jung
Somos una sociedad enferma. O, ¿en realidad somos una sociedad enferma? La diferencia estriba en los matices y en la posibilidad de que nuestras “enfermedades”, en muchos casos, estén siendo exageradas (y hasta inventadas) por la industria farmacéutica para seguir produciendo ganancias multimillonarias. Y, más que la industria farmacéutica, en que nosotros mismos estemos confundiendo procesos naturales de integración psíquica con enfermedades que debemos repeler.
Existen diversos factores que contribuyen a la creación de una “sociedad enferma” que necesita sanarse tomando pastillas. El más evidente es la concepción de la salud como negocio –uno de los más grandes del mundo. Podemos pensar que este es el factor determinante de por qué en Estados Unidos casi la mitad de la población toma un fármaco de prescripción y el 25% de las mujeres toma un antidepresivo (cuando estos apenas logran vencer, si acaso, al placebo y claramente son superados por la terapia: según pruebas clínicas hablar es 20% más efectivo para superar la depresión que uno de estos fármacos). Estamos siendo manipulados por las grandes farmacéuticas a consumir productos que no necesitamos y que, como drogas que son, nos hacen, después necesitarlos –de paso creando una serie de efectos colaterales que a su vez son tratados con otros fármacos ad nauseam infinitum. Hay algo de cierto en esto, no hay duda. Pero existen otro factores, quizás más profundos, que contribuyen a que nos sobremediquemos, a que pensemos que en una pastilla está nuestra salvación y a que vivamos enfermizamente.
No sólo es la industria farmacéutica la que nos hace, paradójicamente, bajar nuestra defensas y aceptar con tanta facilidad tomar un medicamento para tratar un supuesto malestar. Es también la industria del entretenimiento que proyecta imágenes a la mente colectiva de lo que debemos ser la que nos acaba haciendo querer comprar una pastilla para tratar una condición –tal vez no tener los músculos que tiene una celebridad [1] o no ser tan felices como aquellas personas que sonríen en los comerciales y tienen un rostro bello y envidiable como resultado de esa felicidad. Es también, de manera conjunta con la sociedad del espectáculo y la cultura de las celebridades, el sistema económico basado en el consumo lo que nos dota de la ligereza característica de un buen pill popper (un consumidor de pastillas). Seamos conscientes de ello o no, en la actualidad la oferta de innumerables productos a la que estamos expuestos nos hace pensar que el remedio o la solución de nuestros problemas es algo que podemos comprar, algo que está haya afuera, siempre a un click de distancia (si es que tenemos una tarjeta de crédito) o en el mall más cercano.
Quizás más que enfermedades como la depresión o el déficit de atención, la enfermedad de nuestros tiempos sea esta: el creer que estamos enfermos, que nos falta algo. Para sustentar el crecimiento económico del capitalismo es indispensable una cierta insatisfacción –y una noción o creencia de que nuestra insatisfacción puede ser saciada si adquirimos el producto correcto o visitamos al especialista indicado. Son muchos los factores que contribuyen a generar esa insatisfacción –ennumerarlos nos desviaría más aún del tema. No es la intención principal de este artículo entrar en el tema de la conspiración y si existe o no una agenda y un plan coordinado para hacernos desear aquello que no tenemos, pero que se proyecta como lo deseable, según un paradigma existencial –¿están coludidas las farmacéuticas, con los medios, con el gobierno para enajenarte de tal forma que reacciones comprando más productos y abraces el estilo de vida sin el cual nos sería inconcebible este consumo rapaz? Lo que interesa aquí es analizar lo que sucede con la psique que se asume o se autoproduce como una entidad enferma, y que debe tratar su enfermedad a través de objetos de consumo: introducir agentes externos como mecanismo fundamental para sanarse (las pastillas tienen algo de mesiánico).
Los que eran dioses se han convertido en enfermedades, en esta frase de Jung se encapsula, creo, buena parte de lo que nos sucede en la actualidad como sociedad enferma. Algunas personas consideran que la proliferación de nuevas enfermedades (hoy incluso la timidez es considerada una enfermedad mental) es el resultado del avance científico –y de nuestra capacidad de detectarlas– del incremento de elementos tóxicos en nuestro ecosistema o de la corrupción sociocultural a la que supuestamente estamos sometidos. A mi me parece que el hecho de que existan tantas enfermedades –además de la obvia explicación mercantilista– tiene que ver sobre todo con una forma de ver el mundo, una perspectiva que hace que aquello que antes era aceptado como una influencia a la cual estaba sometido el hombre como parte de la naturaleza sea ahora considerado como algo indeseable y patológico (consideramos ya al mismo pathos, a la pasión, como algo que deriva en enfermedad). Podemos pensar en estas influencias como dioses, como arquetipos de la mente, como fuerzas de la naturaleza o incluso como emociones primarias (de la misma manera que Eros es el amor y es un dios o Pan es el pánico y es un dios). Siguiendo con Jung, habría que considerar que el inconsciente es la parte mayor (y dominante) de la mente: estos dioses (que son en el fondo una historia psíquica que nos moldea) siguen habitándonos. El no reconocerlos o el intentar exorcizarlos hace que se manifiesten como enfermedades.
En su ensayo La Locura Que Viene de las Ninfas, Roberto Calasso explora cómo la posesión, de ser para los griegos un hecho natural y en algunos casos altamente deseable, pasó a ser, para el hombre moderno, algo a lo que había que rehuir: una enfermedad, generalmente una de las tantas manifestaciones de la locura. La posesión entendida no necesariamente como el evento extraordinario de una posesión demoniaca o un trance místico, sino como el hecho casi cotidiano de ser poseído por algo: como puede ser la alegría, la ira, la pasión erótica. La circulación de una energía que no sólo se encuentra dentro de nosotros sino también en el mundo. Calasso explica que con la llegada de la mentalidad apolínea, estas posesiones-pasiones fueron reguladas, bajo la sombra métrica de Apolo. Y actualmente no queremos mirar el contenido de nuestra sombra. Todo aquello que nos produce una sensación desagradable, todo lo “negativo”, debe de ser desechado rápidamente –tan rápido como tarda tomar una pastilla.
¿Por qué no dejarse poseer por la tristeza cuando esta llega? ¿Por que no sentir la ira en toda su feroz desmesura cuando esta se presenta (como le sucedió a Aquiles)? Y sobre todo, ¿por qué no sentir la locura que viene de las ninfas, si somos tan afortunados de que esta se manifieste? Acaso porque somos una sociedad civilizada, que ha domado y sofisticado su instinto ¿Pero no es ese instinto precisamente lo que nos hace humanos en principio? Lo animal, sí, pero también el ánima, lo que anima y enciende el mundo, el espíritu.
La enfermedad es generalmente el resultado de un proceso psíquico que se ha bloqueado (coloquialmente podríamos decir “traes un dios atorado”). En muchos casos la enfermedad sólo es enfermedad porque no se deja ser –el agua debe de fluir porque de otra forma engendra pestilencia. Este es el caso evidente de la neurosis; el instinto sexual, el líbido se convierte en una afectación mental solamente porque se reprime (en otras palabras si nos dejaramos poseer, prontamente estaríamos relajados: acaso disfrutando de la estela brillante que deja Eros en nosotros). (Esta posesión del instinto sexual no significa una violencia, significa sentir la energía sexual con la cual nos encontramos en ese momento: algo que perfectamente puede hacerse respirando el aire, contemplando un árbol y sintiendo nuestro cuerpo).
Estas enfermedades que medicamos para no sentirlas, son también lo que nos libera, lo que nos hace, al menos en el momento de su posesión, dioses. En el Fedro, nos recuerda Calasso, Sócrates señala que a través del “justo delirar”[2] se puede alcanzar la liberación de los males. Y que la manía –que hoy siempre connota una enfermedad– es más bella que la sophrosyne, la mesura. Esto es porque “la manía nace del dios” mientras que la sophrosyne “nace entre hombres”. Literalmente estamos “medicando” –mesurando– aquello que nace de los dioses en nosotros.
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